domingo, 6 de noviembre de 2022

Gringos

 Acababa de salir.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que pisé el Gringos, y no podía creerme que Dominick ya no estuviera entre nosotros. Lucía se encontraba detrás de la barra sirviendo una taza de café a un cliente que, a pesar de tener edad suficiente para ser su padre, no tenía ningún reparo en seguir con la mirada el contorno de su busto. Había adelgazado de forma alarmante y descuidado algo su físico, lo que me sorprendió porque siempre le había dado mucha importancia, al punto de rozar la tozudez saliendo a correr cinco o seis veces por semana, como si trabajar catorce horas sirviendo mesas en su propio negocio no fuese suficiente.

Me gustaría poder decir que por allí nada había cambiado.

El local se encontraba en penumbra y medio vacío, tan sólo unos cuantos camioneros vaciando jarras de cerveza en silencio, además del mirón y otro tipo que lucía un fino y ridículo bigote de mosquetero. En un rincón olvidado, un televisor apenas sin volumen emitía las noticias del mediodía mostrando imágenes desde el aire de una persecución que a nadie parecía interesar. El silencio lo envolvía todo, y en el ambiente del Gringos flotaba el inconfundible olor a decadencia rancia, como bien aseveraba las amarillentas páginas de un calendario que se habían detenido un diciembre de hacía cuatro años atrás.

Entonces la abundancia sonreía al matrimonio y el negocio marchaba a las mil maravillas. Dominick y Lucía acababan de trasladarse a su nueva residencia, una casa de dos plantas con jardín ubicada en una zona céntrica de la ciudad. Ambos habían trabajado duro para hacer realidad sus sueños. A diferencia de mí, que siempre he andado de aquí para allá sin rumbo fijo, a ellos les preocupaba el futuro y deseaban envejecer juntos en su humilde hogar. Soñaban con ver a sus hijos y a los hijos de sus hijos triunfar en la vida. Soñaban con un mundo mejor y un montón de gilipolleces sin sentido que a mí me importaban tres cojones: mis motivaciones se hallaban en la dirección opuesta elegida por Dominick y su fiel esposa. Mi obsesión siempre fue ser alguien en la jungla de asfalto. Pero no a costa de partirme la lomera mientras otros se daban la gran vida moviendo ciertas mercancías. Desde que dejé el instituto, me he dedicado al único negocio en el que un chico de barrio puede prosperar en la vida. Por desgracia, nadie me dijo el precio a pagar ni lo desmedidas que serían las consecuencias de mis actos. El dolor que causaría a mi familia.

—¿Qué haces aquí?

Las palabras salieron de la boca de Lucía nada más verme.  

El jarro humeante tembló en su mano, pero ella lo aferró con firmeza sin dejar de observarme. Su mirada era dura y estaba cargada de reproches; sus ojos, dos esferas de cristal azul en las que rugían tempestades, me traspasaron con tanta intensidad que sentí la necesidad de apartar la mirada con urgencia. Llevaba una blusa blanca y un pantalón de raya diplomática más holgado que de costumbre.

—Hola —alcancé a decir.

Ella se dio la vuelta como si mis palabras fuesen la mayor de las ofensas. Sus ojos color cielo me observaron desde el espejo de enfrente con severidad, y no pude evitar devolverle la mirada a través del cristal. Hoy sé que fue un error presentarme en el Gringos. Todo lo que Lucía y yo fuimos un día desapareció con Dominick, nos habíamos convertido en dos extraños soportando un dolor que no merecíamos. Me hubiera gustado decir algo con sentido que aliviase su pesar; sin embargo, cuando quise darme cuenta había alcanzado la salida del Gringos.

—¡Negan!

La voz de Lucía me hizo detenerme, pero no me di la vuelta.

Sentía el peso de todas las miradas del Gringos clavadas en la espalda, como afiladas cuchillas listas para despellejarme.

—Sí hubieras muerto en la cárcel, si tus enemigos hubieran conseguido matarte, hoy Dominick estaría vivo aquí conmigo. 

Aunque no le faltaba razón, la acusación me hirió mucho más profundo de lo que nadie había conseguido herirme. Lucía se desgañitaba al otro lado de la barra hasta que su voz se quebró.

—Lo siento… —dije con un nudo en la garganta.

Lucía lanzó un alarido y una jarra de cerveza se hizo añicos junto a mis botas: cientos de pequeños diamantes rodaron por el suelo, como si un atracador torpe hubiese tropezado en pleno trabajo.

—Lo siento —repetí

Pero el llanto de Lucía ahogó mi disculpa.

Abandoné el Gringos y me dirigí al rancho donde Dominick y yo crecimos. El camino que conducía a la casa se encontraba en mal estado y las malas hierbas dificultaban la visibilidad, de modo que aminoré la velocidad del Cadillac de Ville de papá para no dañar el radiador con algún pedrusco oculto por la vegetación. Un fuerte olor a cerrado me recibió al abrir la puerta del domicilio y tuve que taparme la boca con la mano. Habían trascurrido años desde la última vez que la vivienda estuvo habitada, y no pude evitar sentirme culpable por no haber podido asistir al funeral de mis padres. La mayoría de las cosas seguían en el mismo lugar de siempre, aunque no todas. Alguien había cubierto los muebles con sábanas blancas y guardado la vajilla en cajas de cartón. La alfombra roja que tanto gustaba a mamá, la que costó un ojo de la cara, seguía estando en el rincón donde papá se sentaba a leer por las noches sus novelas del Oeste antes de irse a dormir. Pero eché en falta muchas de las pertenencias de mi hermano Dominick, lo que me hizo pensar que Lucía debió decidir en su momento que estarían mejor con ella que acumulando polvo en el desván. El viejo rifle Savage 99 colgado sobre la chimenea, la silla de montar Weatherly Ranch con sus iniciales grabadas en los estribos, incluso el puma disecado que decoraba el recibidor, el mismo del que solía colgar las llaves al regresar con algunos tragos de más de sus partidas de caza, sólo eran recuerdos.

Y no era lo único.

En la biblioteca de papá, la cual siempre consideré territorio de Dominick por las horas que pasaba en ella, eché a faltar obras de autores tan importantes como Julio Verne y varios ejemplares encuadernados en rústica de Arthur Conan Doyle.

Elegí un libro al azar de un montón apilado en la imponente mesa de trabajo y comencé a leer: El Main de Trevanian, una novela de los años setenta que trataba sobre los bajos fondos de Montreal. Antes de verme privado de libertad jamás ojeé un libro en mi vida. Fue en el trullo donde adquirí el hábito de la lectura, ya que no hay mucho que se pueda hacer en un lugar como ese. Papá y Dominick eran unos locos de la literatura y solían enzarzarse en interminables debates durante la cena, cosa que yo odiaba. Siempre sospeché que mamá albergaba el mismo sentimiento, pero ella siempre vio con buenos ojos todo lo que estuviese relacionado con su marido.

Ojalá yo hubiese mirado a papá con esos mismos ojos.

Abandoné al viejo oficial Claude LaPointe en las peligrosas calles del Main y me fui a dormir con la vana esperanza de estar fresco para lo que tendría que afrontar al día siguiente. El agente de la condicional, un tal Holmes McAllister, había llamado al número que facilité al salir de Tucson y dejado un mensaje en el contestador. Aun no sabía de qué pie cojeaba o si aquello me iba a traer problemas, así que me dije que debía tener cuidado si no quería acabar de nuevo en Tucson. A la mañana siguiente me levanté temprano, a la misma hora que en el trullo hacían el primer recuento del día, y conduje el Cadillac hasta la oficina de Holmes sintiéndome el hombre más pequeño del mundo.

Holmes McAllister era un tipo más bien gordo al que empezaba a escasearle el pelo que vestía un traje Mirto azul planchado de forma impecable. Tenía unos cincuenta años y en su escritorio, además de un portátil y un teléfono inalámbrico, había un marco de plata con una fotografía de lo que supuse era su familia: la mujer, con la mano apoyada cariñosamente en el pecho de McAllister, parecía mucho más joven que él y no carecía de belleza. El chico, de unos dieciséis años y enfundado en una de esas chaquetas fardonas del equipo de futbol del instituto, parecía desafiar a la cámara con la mirada. Al fondo de la sala alguien aporreaba las teclas de una máquina de escribir como si de un mono enfurecido se tratase. Tuve que elevar la voz para hacerme oír por encima del jaleo que armaba.

—¡Buenos días, señor Holmes, soy Norman Negan!

—Llegas tarde —respondió él sin apartar los ojos del portátil.

Las teclas de la máquina de escribir se detuvieron de repente y el despacho judicial quedó en un incómodo silencio.

—Esto…

—Ni te molestes. —Holmes levantó la vista del portátil y me clavó los ojos con severidad—. Ayer te llamé al número que facilitaste sin respuesta por tu parte. Te voy a explicar cómo funcionan las cosas por aquí, hijo: si yo silbo, tú saltas con una sonrisa en los labios y vienes corriendo. ¿Me explico? Si me has entendido di sí con la boca y no te limites a mover la cabeza.

Por un momento no supe qué decir y estuve a punto de mover la cabeza como los burros. Después tuve la estúpida tentación de volcar el escritorio y desparramar sus pertenencias por el suelo, pero al final me apresuré a hacer lo que decía ahorrándome así un montón de problemas.

—Sí, señor.

—Bien. Te someterás a un test de drogas todas las semanas, empezando ahora mismo. ¿Trabajo?

—Salí ayer de Tucson —dije, encogiéndome de hombros.

El cabrón ojeó mi expediente con el ceño fruncido y dijo.

—Pues si no quieres regresar de cabeza al lugar de donde has salido, más vale que encuentres pronto un trabajo decente.

Al soplapollas de McAllister se le notaba a la legua que no iba a perder la oportunidad de enviarme de vuelta a Tucson a las primeras de cambio. Pensé que probablemente el pobre tuviese un padre republicano que en su infancia lo molió a palos; eso sumado a una madre alcohólica que más bien le prestó escasa o nula atención debido al carácter tosco de su marido, demasiado habituada a guardar silencio en su cocina hecha fortín.

Pero todo aquello importaba tres cojones porque Holmes era el jefazo de aquel puto tinglado y no había nada que yo pudiera hacer, excepto obedecer y rezar a todo lo que caminase por el agua para no meter la pata. De modo que hice feliz al cabronazo llenando el bote con mi orina y respondiendo enérgicamente a sus preguntas, hasta que se hartó de ver mi feo careto y poco menos que me puso de patitas en la calle con una promesa en la mirada de encerrarme de por vida y arrojar la llave al fondo del mar si le ocasionaba algún problema.

Era ya media tarde cuando Michael Carson me recogió cerca del Starbucks que habían inaugurado en el antiguo gimnasio del viejo Mulligan. Michael era el primer compañero de celda que tuve en Tucson, un peso pesado con el que realicé alguna que otra recogida cuando no era más que un pipiolo en el negocio.

—¿Todo bien, Negan?

Asentí con la cabeza.

Se encendió un cigarro y subimos al coche sin más dilación.

Sin duda teníamos mucho de lo que hablar, lo cual resultaba extraño porque ambos éramos hombres de pocas palabras. Salir del estado teniendo la condicional significaba una violación de la misma, así que no pude evitar imaginar al soplapollas de McAllister poniéndome las esposas cuando Michael tomó la Interestatal 10 en dirección a Nevada. Por aquellos entonces al tipo parecían irle bastante bien las cosas: conducía un Lincoln Navigator negro biturbo y vestía un traje milrayas gris marengo de mil quinientos dólares. Desde hacía dos años venía haciendo algunos trabajos para Toni Bonano y su organización, lo que lo obligaba a pasar largas temporadas en Nueva York. En alguna ocasión mencionó la posibilidad de presentarme al Gran Hombre en cuanto cumpliese mi condena, pero eso no sucedió.

—Mira en la guantera.

—¿Qué?

—Que mires en la jodida guantera.

Repitió Michael con el pitillo entre los dientes.

Una Smith & Wesson descansaba debajo de una revista guarra adquirida por suscripción, con suficiente munición del calibre 40 para hacer diez trabajos como el que teníamos entre manos.

—Así que lo has encontrado.

—Así es —dijo.

—En Nevada?

—En Nevada —respondió apartando la vista un segundo de la Interestatal—. En un rancho situado a las afueras de Boulder City, a escasos kilómetros de Las Vegas. El cabrón se gana la vida distribuyendo esa mierda de jaco marrón con el que México está acabando con todos los yonquis del país. Todos los viernes por la noche se coge una buena cogorza en un antro frecuentado por moteros mexicanos. Habrá que andarse con ojo.

—¿Quién es su distribuidor?

Michael dio una calada al pitillo y soltó el humo por la nariz lentamente. La incomodidad se reflejaba en su rostro.

—Verás… las cosas han cambiado desde que te fuiste.

—¿Cuánto han cambiado?

—Pues hasta el punto de que eliminarlo traerá consecuencias. El ascenso en las calles de Yago Sánchez ha sido meteórico y tuve que reunirme con Nueva York para que el Gran Hombre en persona diera el visto bueno. No voy a engañarte, Negan, esto es mucho más grande que tú y que yo.

—Así que trabaja para el cártel.

—Para los hermanos de Tijuana.

Arrojó el pitillo por la ventanilla mientras lo decía.

Por aquel entonces la droga que inundaba Nevada procedía del cártel de Tijuana, dirigido por la familia Arellano Félix, la organización más violenta de México. No hacía falta que nadie me explicase el tiempo que Michael había tenido que invertir en encontrar a Yago, o los favores que había tenido que pedir, aunque si el Gran Hombre había dado el visto bueno significaba que no le importaba ir a la guerra con México. Aquello no tenía nada que ver con nosotros. La guerra era inevitable se mirase por donde se mirase y Yago no era más que una mota de polvo en un gigantesco tablero, igual que Michael y yo; sin embargo, la nueva situación me hizo pensar que podían ser otros los que pagasen mis platos rotos por segunda vez. Llevaba apenas un día fuera de Tucson y ya empezaba a estar harto de leer en los periódicos titulares que hablaban de familias enteras decapitadas o quemadas vivas por las guerras entre cárteles. Lucía era cuanto me quedaba en la vida y no deseaba que le sucediera nada parecido. Incluso me planteé mantenerme al margen y renunciar a la venganza. Sin embargo, el deseo de acabar con Sánchez fue mucho más fuerte y se impuso a la razón, atrayendo más muerte a mi vida si cabe.

—Está bien. Lo matamos y desaparecemos una temporada.

Michael asintió y ninguno volvimos a decir nada durante el resto del camino. Pasamos cuatro horas en absoluto silencio.

Llegamos al motel Sands y pedimos una habitación doble: un cuchitril tan bueno como cualquier otro en el que desprenderse del polvo del camino. Apenas pusimos un pie en el suelo un Mustang con dos ocupantes mexicanos, un V8 con la pintura amarilla y la música más alta de lo que cabría esperar, estacionó frente al motel. Se trataba de un par de cholos de gatillo rápido montando guardia. Ni Michael ni yo esperábamos un jodido comité de bienvenida, aunque tampoco nos descolocó en exceso dado al control que las pandillas mexicanas ejercían sobre sus territorios. Más tarde, al regresar al Lincoln a por el equipaje, el V8 se puso en marcha y el acompañante formó una pistola con los dedos y simuló dispararnos. Michael y yo los observamos alejarse. Sólo cuando las franjas negras que atravesaban la carrocería del Mustang desaparecieron, dejé que el peso de la Smith & Wesson volviera a reposar en el bolsillo de la chaqueta.

Michael abrió el maletero y sacó dos maletas y un portatrajes Zegna a juego. Después hizo a un lado la alfombrilla y dejó a la vista un pequeño arsenal de armas acopladas en compartimentos creados para la ocasión.

—¡Joder!  —No pude evitar lanzar un silbido.

—Pilla lo que necesites, tío. La guerra ha comenzado.

Ambos sabíamos que con aquellos cholos pegados al culo nos sería imposible llegar a Yago sin que éste nos viese venir de lejos. El factor sorpresa acababa de irse a la mierda y ni siquiera habíamos tenido que cagarla para ello. Así que ideamos un plan para borrar de la faz de la tierra a los ocupantes del V8 y jugar al juego con un mínimo de garantías.

Además de la Smith & Wesson, me hice con una Sig-Sauer de reserva y un cuchillo Ka-Bar de supervivencia. Había varios fusiles, un M4A1 y un Barrett modelo 90 de francotirador del calibre 50, también un RAM-7, pero por razones obvias los dejé para otra ocasión más propicia. Michael se armó con una pistola de fabricación israelí de una belleza soberbia, una Jericho 941, y una Glock de nueve milímetros y varios cargadores de 30 balas.

Ya instalados en la habitación me di una ducha de mil pares de cojones mientras Michael hacia una llamada a uno de sus corredores. Había estado apostando fuerte en el hipódromo y había ganado una suma de dinero considerable con una apuesta un tanto arriesgada que al final salió como esperaba.

—Si no arriesgas, no ganas, muchacho. Y ten por seguro que la vida siempre te cobrará más de la cuenta, por bueno que seas.

Lo dijo mientras se enfunda en un prohibitivo traje Tom Ford confeccionado en suave lana de color negro, del que pensé que era mejor no preguntar el precio. Debajo vestía una camisa de seda negra con cuello inglés y botones de nácar; unos zapatos Dior del mismo color esperaban en su caja junto a la cama.

—¿Desde cuando te has aficionado a ese tipo de trajes?

La pregunta estaba hecha sin ningún tipo de envidia malsana. Y la sonrisa de Michael me reveló que así lo había entendido.

—Desde que gano dos de los grandes a la semana, colega.

Moví la cabeza un tanto mareado ante semejante cifra.

¡Dos de los putos grandes!

El tío recaudaba dos mil pavos cada siete días y se hallaba en un motel de mala muerte en mitad del desierto a punto de dar pasaporte a un par de cholos. Por ello nunca podre agradecer a Michael Carson lo que sacrificó por mí sin pedir nada a cambio.

Cazamos al par de cholos en los límites de Boulder City: con tantas idas y venidas les entró hambre y aprovechamos que el aparcamiento del Jack Bull American, un establecimiento donde hacían unas hamburguesas cojonudas, estaba más pelado que mi cuenta corriente y les dimos matarile sin mayores problemas. A continuación, nos deshicimos del V8 para no levantar sospechas y nos papeamos una hamburguesa de nueve dólares que Michael tuvo a bien pagar.

El reloj empezaba a correr en nuestra contra y decidimos que lo mejor era ir a por Sánchez antes de que empezaran a echar de menos a los cholos del V8. Estaba tan tranquilo y de pronto era un manojo de nervios que no dejaba de comprobar una y otra vez el cargador de la Smith & Wesson. Michael hacía lo propio con la Glock, y también se aseguró de que la Jericho saliese sin problema de su funda. Un fuerte acelerón me dejó clavado en el asiento del coche y el estómago me dio un vuelco como cuando papá me llevaba a la montaña rusa de niño. Cuando quise darme cuenta, las luces de neón del Pachaparo Club me golpearon el rostro cuando Michael detuvo el Lincoln debajo del letrero.

Se trataba del típico antro fuera de la ley que suele aparecer en las películas de Hollywood, sólo que aquello era la vida real y las cosas podían acabar mal si no nos andábamos con ojo. Una fila interminable de Harleys-Davidson, casi todas con distintivos de los Cuauhtémoc, daba fe del peligro que entrañaba el sitio y de lo que encontraríamos en su interior.

Pero nuestros problemas empezaron a pie de calle.

—¿Os habéis perdido, vaqueros?

La voz sonó algo aflautada, cosa que me cogió por sorpresa porque su propietario tenía el aspecto de un Bigfoot rockero salido de otra época. Ahora resulta gracioso, pero entonces me pilló con el culo a remojo porque acababa de pasar cuatro años recluido en Tucson y no esperaba que un portero me impidiese la entrada a un garito de mala muerte. Se puede decir que fue de locos y un tanto surrealista, sobre todo cuando el fulano solicitó ver nuestro carnet de identidad, como si de un par de putos críos salidos del instituto se tratase. Nada tenía sentido; sin embargo, comprendí que sólo jugaba con nosotros y que tras divertirse un rato a nuestra costa nos dejaría entrar sin más. Pero Michael no lo entendió de la misma manera y tuve que hacerlo entrar en razón para que no le metiera una bala en la sesera. Aunque sólo sirvió para prolongar lo inevitable, porque antes de que acabara la noche le metió dicha bala en la sesera.

Pero no quiero adelantar acontecimientos.

Eso sucedió después de detenerme junto a uno de los billares que había en el antro y dejar que mis ojos se acostumbrasen a la escasa luz que bañaba el lugar. Un par de tipos, enfundados en chalecos de Los Cuauhtémoc, bebían en la barra en compañía de una camarera bajita con un escote de infarto, pero Sánchez no se encontraba a la vista y tampoco había ni rastro de los dueños de las Harleys estacionadas en el exterior. El Pachaparo Club daba más sensación de residencia de ancianos a la hora de la siesta que de club de moteros. Busqué a Michael con la mirada y en su rostro pude advertir la misma incredulidad que debía reflejar el mío. Por increíble que parezca, nadie había reparado aun en nuestra presencia y ello nos permitió rehacernos con celeridad de semejante sin sentido. Fue entonces cuando Michael advirtió que la puerta del almacén se encontraba camuflada en uno de los muros de la parte derecha, gracias a que ésta disponía de un pequeño ojo de buey en el centro por el que se filtró la luz del otro lado al moverse el tipo de seguridad que la custodiaba.

Me acerqué con sigilo para ver qué ocurría al otro lado.

Un tipo enorme, alimentado desde la más tierna infancia con la misma hormigonera que el Bigfoot rockero de la entrada, impedía el paso a toda persona ajena al club asegurando lo qué coño fuese que los moteros hiciesen ahí abajo. Por momentos tuve la sensación de que la situación empeoraba, y el fantasma de una sonora cagada empezó a martillearme la cabeza en forma de jaqueca. El desconcierto se reflejaba también en el rostro de Michael, pero antes de poder acercarme a él para reevaluar nuestras opciones, la puerta del almacén se abrió de golpe y el puto Yago Sánchez en persona apareció ante nuestros ojos como por arte de magia. Sin duda había perdido algo de cabello y un océano de arrugas surcaba su rostro, aunque por lo demás se le veía en forma y exhibía una buena musculatura.

He de decir que, por mucho que aseguren dramaturgos y poetas, el tiempo no se detiene ni avanza más despacio cuando te encuentras ante una situación traumática.

Ver al responsable de la muerte de mi hermano me produjo una quemazón en el pecho de la que aún hoy no he podido desprenderme. El primo de Bigfoot se acercó a él para decirle algo al oído, Yago asintió sonriente antes de sacar un paquete de Marlboro del bolsillo trasero del vaquero y lanzarle un pitillo. La puerta del almacén se cerró a su espalda y Yago comprobó que había quedado atrancada por completo, acto seguido pidió una cerveza a una camarera morena que acababa de sustituir a la tetona: igual que sucediera con los otros moteros, Yago tampoco reparó en nuestra presencia. Era como si esa noche Michael y yo fuésemos dos espectros del inframundo a los que nadie podía ver. Protegidos por un hechizo de invisibilidad.

Sólo así se puede explicar cómo fuimos capaces de bloquear la puerta del almacén con dos tacos de billar y un asiento y dejar encerrados en su propia sala de reuniones a todo un club de moteros.

Sucedió tal y como lo cuento y no miento ni exagero.

Fui directo a por Sánchez y le planté la Smith &Wesson en la cabeza sin permitirle verme el rostro. Él se sobresaltó y lanzó un alarido que atrajo la atención de los Cuauhtémoc de la barra, a los cuales Michael abatió a tiros con su Glock antes de que éstos pudiesen siquiera desenfundar sus armas. Sánchez se revolvió e intentó arañarme la cara. Yo lo aferré del peinado de chulo putas que llevaba y tiré hacia atrás con fuerza, obligándolo a mirarme ahora sí a los ojos. Él me gritó a la cara y me enseñó los dientes, pero sólo trataba de reunir valor suficiente para no desmoronarse e irse al otro mundo llorando como un cobarde. Entonces le metí el cañón en la boca y susurré el nombre de Dominick cerca de su oído. Yago Sánchez cerró los ojos y desapareció para siempre.

Bigfoot apareció de repente disparando sin criterio alguno e hirió en el hombro izquierdo a la camarera del Pachaparo Club, pero Michael lo recibió agachado junto a la puerta y le metió dos balas en la rodilla, más otra de regalo en la cabeza mientras se desplomaba entre lamentaciones: los aullidos de la camarera herida eran tan penetrantes que me descubrí buscándola con el arma en ristre con intención de acallar su llanto.

—¡Déjala, Negan!

Vociferó Michael a mi espalda empujándome hacia la salida.

Percibí el olor de la pólvora mezclada con el de la cerveza. Me zumbaban los oídos y me faltó poco para potarme encima. Cuatro cadáveres y al primo del difunto Bigfoot aporreando la puerta del almacén como un jodido demente. Ese fue el balance que dejamos a nuestras espaldas al abandonar el Pachaparo.

Cuatro almas a cambio de la de Dominick.

—¡Bien hecho, muchacho! ¿Te sientes mejor?

Preguntó Michael mientras conducía el Lincoln a todo trapo.

Asentí con la cabeza en lugar de hablar, lo que me recordó a Holmes McAllister. Tomamos una curva y Michael redujo algo la velocidad. Estaba eufórico y no se molestaba en disimularlo. Su sonrisa de dientes blancos se me antojó afilada como la de un lobo. Tras años compartiendo celda en Tucson, escuchándome decir que algún día mataría a Yago Sánchez, había hecho propia la venganza. Así lo entendí entonces y así lo entiendo ahora.

—¿Y ahora qué? —pregunté intentando serenarme.

—Regresamos al Sands.

—Pero ese no era el plan —dije.

—¿Y recrear la matanza de San Valentín si lo era?

Sentí vergüenza y me ardieron las mejillas al recordar que, de no ser por Michael, hubiese matado a la camarera del Pachaparo Club, aun sin tener nada que ver con la muerte de mi hermano.

—Después de lo sucedido —dijo Michael— pronto cerrarán todas las malditas carreteras y plantarán controles en cada cruce de caminos. Regresamos a por nuestras cosas al Sands y salimos de esta ratonera cagando leches. Tú déjame a mí, muchacho.

Tras pensarlo, decidí que tenía razón y lo dejé hacer.

Decidimos pasar el resto de la noche en la habitación y planificar nuestro siguiente movimiento algo más calmados. Aprovechamos para limpiar y revisar el armamento para tenerlo apunto y al amanecer, sin haber dormido, abandonamos el Sands y condujimos rumbo a la Interestatal con la intención de regresar a Phoenix; sin embargo, el elevado número de controles que tuvimos que esquivar de camino nos disuadió de seguir adelante.

Boulder City había sido tomada por la policía, pero también por bandas de moteros que la patrullaban como lobos salvajes. A esas alturas una cosa estaba clara: el Navigator no era seguro y debíamos cambiar de vehículo para pasar inadvertidos. Y en esas estábamos, recorriendo Buchanan Boulevard en dirección a Las Vegas, cuando advertimos una caravana de camionetas Ford abarrotadas de hombres armados: la escena me recordó a una película que vi de rapaz sobre cárteles rivales matándose a tiro limpio por el control de una frontera.

Evidentemente, los atrajimos como la mierda a las moscas.

—¡Cojones! —clamó Michael cuando las camionetas viraron y se situaron detrás nuestro.

No tardamos en oír silbar las balas y los primeros proyectiles alcanzaron el Lincoln, obligándonos a abandonar la carretera y callejear por un territorio hostil que no era el nuestro. Indiqué a Michael, aunque ahora que lo pienso fue más una orden que otra cosa, que girase en la siguiente a la izquierda y tomase Pinata Way, porque el carril por el que transitábamos iba a parar a una calle sin salida. El Navigator aceleró a fondo y por un instante pensé que pasaría de largo y quedaríamos atrapados en un callejón sin salida, pero en el último instante giró y atravesamos un descampado a todo meter y, cuando quisimos darnos cuenta, circulábamos por un camino de tierra dispuestos a todo.

El desierto se extendía ante nosotros y Michael pilotaba el Navigator con una sobriedad que rallaba la perfección. Ambos albergábamos la esperanza de salir ilesos de aquello, cuando el primer vehículo apareció a mi derecha disparando ráfagas de ametralladora: antes de verlo oí el atronador rugido del motor y del AK-47.

—¡Por allí! —grité a Michael, tratando de hacerme oír por encima de la ráfaga—. Hacia aquel rancho, por el amor de Dios.

Michael pisó el acelerador a fondo y enfiló el Lincoln hacia lo que en su momento confundí con un rancho: se trataba de una vieja cantera abandonada con algunos barracones en la que nos atrincheramos con la esperanza de resistir lo que se nos venía encima. No teníamos forma de saber cuántos hombres venían a por nosotros, y mucho menos si nos alcanzaría con el arsenal del que disponíamos para acabar con todos.

Pero no tardaríamos en saberlo.

Apenas parapetamos el Lincoln en una especie de nave de única salida, una primera bala destrozó la luna delantera y una lluvia de cristales me obligó a mantenerme agachado mientras trataba de recuperar del suelo la Smith & Wesson. Las balas empezaron a silbar y noté como el Lincoln se inclinaba hacia un lado cuando varias hicieron saltar por los aires los neumáticos. Me estremecí y pensé que era el maldito fin y que el lujoso Todoterreno sería mi tumba. Estaba seguro de ello y ni siquiera me atreví a efectuar un disparo por temor a que me volasen la jodida cabeza: me había resignado a morir.

Pero Michael no estaba dispuesto a dejarse matar.

Y tampoco estaba dispuesto a que yo lo hiciera.

—¡Negan! ¡Negan! ¿Estás bien?

Oí mi nombre por encima de las balas antes de que el M4A1 desatase el maldito Infierno en la Tierra. Dos ráfagas seguidas de automática me animaron a abrir la puerta del conductor y a efectuar varios disparos de Sig-Sauer. El fuego de cobertura del fusil de asalto me permitió rodear el vehículo por delante y llegar hasta Michael sin que me volasen el culo: el RAM-7 me esperaba apoyado en una de las ruedas con varios cargadores de 50, junto a otros tantos para las armas cortas. El fuego enemigo creció más si cabe y desató una tempestad que atenazaba el alma con cada detonación. Me armé de valor e hice algunas ráfagas de RAM-7 sin tener claro contra qué o quién disparaba. Michael permanecía con la espalda apoyada contra el coche con una mueca de dolor en la cara. Se había desprendido de la parte de arriba del traje y una flor escarlata empezaba a extenderse por su negra camisa.

—¿Te han dado?

—¡No es nada! —fue su respuesta.

Había algo en su mirada que no me gustó lo más mínimo, y comprendí que no íbamos a salir de allí con vida. No importaba que estuviésemos fuertemente armados ni a cuantos hijos de su puta madre nos cepilláramos, tarde o temprano aquellos puercos cerrarían el cerco sobre nosotros y todo acabaría.

La certeza me llenó de rabia y desesperación.

—¡Michael! ¡Michael!

—¿Sí?

—¡Lo siento, joder! ¡Siento haberte metido en este lío!

Él me lanzó algo parecido a una sonrisa. Tenía medio cuerpo debajo del Navigator y el traje rasgado y la camisa empapada en sangre, como si una amante despechada le hubiese arrojado una copa de vino.

—¡No lo sientas, muchacho! —dijo, efectuando dos ráfagas por encima del Lincoln sin ni siquiera mirar—. Al menos hemos enviado al infierno a ese cabronazo de Sánchez y vengado a Dominick. ¿Quieres saber una cosa? Tengo un regalito para esos ilegales. Una sorpresa de muerte. Pero necesito que hagas todo lo que te diga sin que me toques los cojones. ¿Me oyes, Negan?

Volví a asentir con la cabeza en lugar de hablar. Después una oleada del calibre 7,62 nos obligó a pegar la cara contra el suelo.

El edificio donde nos encontrábamos estaba protegido a su derecha por un cañón que daba a un riachuelo, y a su izquierda por una plantación de agaves azules que dificultaba sobremanera el acceso a la parte trasera de la estructura. En el interior, todas las ventanas y puertas habían sido tabicadas, por lo que escapar no era factible. El tejado era sin duda la parte más vulnerable de la construcción, a pesar de que muchas de sus partes habían sido reparadas en tiempo reciente. Michael me ordenó abrir un hueco lo suficientemente grande en uno de los tramos a medio reparar. Yo empezaba a intuir que en el plan que había ideado en su cabeza no existía la posibilidad de que ambos escapásemos. Su éxito residía por completo en el fuego de cobertura y los dos lo sabíamos bien. Así con todo, me arrastré fuera del alcance de los proyectiles y abrí un boquete a balazos en el techo justo encima de mi cabeza: en ese momento el fuego enemigo se intensificó y Michael lo acalló al hacer rugir el M4A1.  

—¡No pienso dejarte aquí! —grité limpiándome las lágrimas.

—Piénsalo bien, cabeza de chorlito. Si mueres irán a por Lucía. Tienes que hacer todo lo posible para que eso no ocurra. Se lo debes a tu hermano Dominick. Así que sal de aquí cagando leches y no mires atrás pase lo que pase. No mires atrás escuches lo que escuches, sólo corre y no te dejes matar, chico.

Corrí con el alma en vilo y no miré atrás por nada del mundo, ni siquiera cuando escuché el estruendo de las detonaciones y fui alcanzado por fragmentos del edificio. Me limité a correr cual lobo perseguido y logré ocultarme en el interior de una vaca muerta, la cual abrí en canal con el cuchillo de supervivencia del arsenal de Michael: el hedor era tan espantoso que no pude evitar vomitar, pero ningún mexicano se acercó al cuerpo a más de treinta pasos. Permanecí así buena parte de la mañana hasta que me quedé dormido. Al anochecer, tras asegurarme que no había moros en la costa, me arrastré hasta la carretera más cercana y robé un coche en el que abandoné Boulder City.

  


 

6 comentarios:

  1. Quiero saber cómo sigue la historia de Negan... te deja con ganas de más! Te felicito, pues después de éste tiempo sin leerte, te hago saber que tu crecimiento es notable. Mantén esa ilusión y sigue comiéndote las novelas de grandes autores. Alimentan tu creatividad, sin duda! Me ha encantado!

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    1. Muchas gracias por tu animo y por molestarte en leer el relato y comentar, sobre todo ahora que los blogs ya no están de moda.
      La historia no ha hecho más que empezar, tengo algunas ideas en mente que me gustaría poder plasmar y compartir con todos los lectores. En un género bastante distinto por el que solía moverme, pero curiosamente me siento cómodo en él y creo que puede aportar solidez a mis textos. También ciertas lecturas han contribuido enormemente a despertar la creatividad.

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  2. Esto del "Pacháparo Club" es muy interesante... cuál ha sido tu inspiración para éste nombre?

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    1. Mi hijo Alejandro es mi fuente inagotable de inspiración.
      A él siempre se le ocurren palabrejas que yo añado a mis escritos.

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  3. Papostre... eres un amor!

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